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"El paciente ignorado"

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«El paciente es quien tiene la enfermedad», escribió William Osler, uno de los padres fundadores de la medicina moderna. Sin embargo, en el complejo engranaje de la atención sanitaria contemporánea, esta simple verdad puede quedar oculta. El paciente, con su historia, miedos y esperanzas únicas, corre el riesgo de convertirse en una mera colección de síntomas, un conjunto de datos para ser analizado. ¿Y si la clave para una medicina más humana y efectiva no residiera en una nueva tecnología, sino en un arte antiguo? ¿Y si el remedio que necesitamos fuera la propia historia? Este es el corazón de la narrativa médica, una práctica que busca comprender a la persona dentro del paciente.

 

La Historia Detrás de la Enfermedad

La narrativa médica es la disciplina de escuchar, interpretar y conmoverse con las historias de la enfermedad. No se trata simplemente de recopilar el historial de un paciente; es un acto de cocreación, donde el médico ayuda al paciente a articular su experiencia de sufrimiento. Un paciente podría decir que tiene «dolor en el pecho», pero su narrativa revela el terror de creer que está sufriendo el mismo infarto que le costó la vida a su padre, la ansiedad por faltar al trabajo, el miedo por el futuro de su familia. Como sostiene la autora y médica Rita Charon, «el cuidado de los enfermos se desenvuelve en historias».

 

Cuando un médico se involucra con la narrativa de un paciente, el encuentro clínico se transforma. La confianza, pilar de cualquier relación terapéutica, comienza a forjarse. El paciente se siente visto y escuchado, no como un caso por resolver, sino como un individuo que necesita cuidado. Esta escucha profunda fomenta una empatía notable, permitiendo al clínico adentrarse, por un momento, en el mundo del paciente. Esta conexión no es una desviación de la buena medicina; es fundamental para ella. Un diagnóstico puede ser técnicamente correcto, pero sin comprender la historia del paciente, el plan de tratamiento puede fracasar, la adherencia puede flaquear y el sufrimiento del paciente puede quedar sin ser atendido.

 

Pensemos en el oncólogo que escucha a un paciente describir no solo los efectos secundarios de la quimioterapia, sino también la pérdida de su identidad como persona vibrante y activa. Al reconocer esta narrativa de pérdida, el médico puede ofrecer no solo un medicamento contra las náuseas, sino también una derivación a un grupo de apoyo o una conversación sobre la redefinición de metas personales. Esta es una medicina que sana a la persona, no solo a la patología.

 

Un Relato Olvidado en los Pasillos de la Medicina

Si el poder de la narrativa es tan profundo, ¿por qué permanece en la periferia de la práctica médica? ¿Por qué tantos clínicos desconocen su valor o parecen desinteresados en adoptarla? La respuesta es una historia compleja en sí misma, tejida con la propia tela de la educación y la práctica médica moderna.

 

En primer lugar, los sagrados recintos de la facultad de medicina se construyen sobre cimientos de bioquímica, anatomía y farmacología: las «ciencias duras». El plan de estudios es una marcha implacable a través de algoritmos y protocolos basados en la evidencia. Las humanidades, con su percibida subjetividad, a menudo son relegadas a asignaturas optativas, vistas como una habilidad blanda en lugar de una competencia central. El sistema entrena a los médicos para ver el cuerpo como una máquina que debe ser reparada, donde la narrativa es un ruido que oscurece la señal de los datos empíricos.

 

En segundo lugar, el entorno clínico moderno es un crisol de presión. El tiempo es el bien más escaso. Con las citas de los pacientes comprimidas en espacios de quince minutos, la idea de entablar una conversación profunda y rica en narrativa puede parecer un lujo imposible. El tic-tac del reloj impone un intercambio transaccional: motivo principal de consulta, examen físico, diagnóstico, prescripción. Es un guion que deja poco espacio para los versos no escritos de la historia de un paciente.

 

Finalmente, el predominio de la medicina basada en la evidencia, aunque representa un avance monumental para la seguridad y eficacia del paciente, ha proyectado una larga sombra. En una cultura que idolatra el ensayo controlado aleatorizado, la historia individual puede ser descartada como «anecdótica». Sin embargo, como nos recuerda el médico y escritor Abraham Verghese, «el plural de la anécdota son los datos». Las historias acumuladas de nuestros pacientes proporcionan un conjunto de datos cualitativos de gran riqueza, esencial para la verdadera sabiduría clínica.

 

Para recuperar el arte de la medicina, debemos hacer espacio para la historia. Debemos enseñar a los jóvenes médicos no solo a leer un electrocardiograma, sino a leer a una persona. Requiere un cambio consciente de un modelo puramente biomédico a uno biopsicosocial, reconociendo que cada enfermedad es un capítulo en el libro más amplio de la vida de una persona. Al aprender a escuchar estas narrativas, hacemos más que recopilar información; damos testimonio, construimos confianza y comenzamos el verdadero trabajo de sanar. El paciente tiene una historia que contar. ¿Estamos preparados para escucharla?


 
 
 

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