La práctica clínica, como arquetipo de la actividad de los médicos, se ha enriquecido progresivamente con el avance tecnológico y el refinamiento conceptual, pero al mismo tiempo está corriendo el riesgo de dejar de lado al paciente como persona, el objeto primordial de sus afanes, y de convertir al médico en un manejador de artefactos. Cuando el progreso se supedita claramente al propósito esencial de la profesión, se avanza hacia un perfeccionamiento armónico que vuelve a los médicos más eficaces sin sacrificar para nada sus cualidades humanas y solidarias. Se puede hablar de una nueva clínica en tanto se abandonen las prácticas obsoletas, se incorporen apropiadamente los desarrollos, se reconozcan los cambios sociales y se mantenga la prioridad en la salud de los pacientes.
Las prácticas contemporáneas tienden a reconocer la complejidad de la clínica, a jerarquizar las enfermedades coexistentes, a individualizar los tratamientos, a anticiparse a los daños, a respetar la autonomía de los pacientes, a racionalizar el uso de los auxiliares diagnósticos y terapéuticos, a tener clara conciencia de los costos, a considerar los implícitos de la atención, a no olvidar las relaciones familiares, sociales y laborales, a reincorporar tempranamente a los enfermos a sus labores habituales, a limitar las secuelas y a relacionar los procesos de atención con la educación del público y con la investigación.
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