En "Pacientes que no tienen nada" de Alberto Lifshitz, la interacción con los médicos pretende que estos propongan formas de ayudar a recuperar o mantener la salud de los pacientes, una vez que se identifican cuáles son sus necesidades. El centro de todo el proceso es el diagnóstico, porque es partiendo de él que surgen las posibles soluciones o recomendaciones. Pero ¿qué ocurre cuando no se puede establecer un diagnóstico que oriente el camino a seguir? El profesional se queda desarmado, no tiene de dónde asirse para cumplir la expectativa del paciente y la sociedad, y la obligación de ayudar. Un recurso fácil es atender solo los síntomas o negar el problema y confrontar al quejoso con la posibilidad de reconocer que no hay tal problema. En muchos casos se trata, por supuesto, de diagnósticos difíciles, al menos los no tan obvios, en los que el médico se da por vencido; pero también se puede llegar a una conclusión parecida con base en la incredulidad, suspicacia, desconfianza o menosprecio, si no es que en hostilidad o ineptitud. Sobre todo, surge una discordancia entre la percepción del paciente y el desmentido profesional que podría conducir a conflictos, hostilidades, demandas y reclamaciones.
No identificar el mal y negarlo, puede encubrir una enfermedad oculta, indolente, invisible, subclínica; una percepción exagerada por parte del paciente, centrada en el temor o la angustia; una preocupación que se materializa en el terreno somático; un padecimiento psicológico o social no debidamente apreciado; una conducta histriónica, una simulación o manipulación para ganancia secundaria, y otras variantes.
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